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Como todas las cosas importantes de la vida, acabé siendo astrólogo por casualidad. Mi mejor amigo de la universidad había sido ya inoculado por el virus de la astrología. Corrían los años 70 y casi no había nada escrito en español sobre el tema, de manera que tenía que contentarse con los autores franceses (Barbault, Gauquelin, Morin, etc.) que llegaban con cuentagotas a la España tardofranquista. Mi amigo no sabía ni palabra de francés mientras que yo chapurreaba más bien que mal la lengua de Molière (empujado por la necesidad había emprendido una “carrera” trabajando los veranos en la vendimia en el sur de Francia para pagar mis estudios).

De esta manera me convertí en traductor ad-hoc para un pequeño pero selecto grupo de astrólogos locales que bebían con avidez en las fuentes de la entonces prestigiosa escuela astrológica de Paris. Esa fue mi perdición. Pronto quedé enganchado a aquella extraña ¿ciencia?, ¿arte?, ¿las dos cosas? Vaya usted a saber…

El caso es que heme aquí, casi 40 años más tarde y enredado todavía con las casas, los signos, los planetas e tutti quanti. Pero, por supuesto, han pasado muchas cosas en este tiempo. Cambios de país (28 años en el extranjero, por Europa y América), de trabajo (perdí la cuenta) y de esposa (esta lista es más corta, afortunadamente). Pero, vayamos por partes. Me considero un astrólogo renacido. Durante muchos años profesé como astrólogo tradicional, pero afortunadamente, el contacto con la cultura y el mundo anglosajón me puso en el camino de la astrología psicológica (también llamada humanística). La astrología ha sido mi amiga fiel, mi maestra y compañera de viaje durante casi toda mi vida. Me ha ayudado a comprender la vida como una red infinita de interrelaciones donde causas y efectos tienden a confundirse. Lo que somos, lo que fuimos y seremos, nuestras relaciones con el otro y con los otros. La carta natal es el mandala por el que pasamos tras el espejo de Alicia.

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